martes, diciembre 7

El encuentro...

"Prima non datur ultima dispensatur."
Virgilio
Princesa,

ayer me encontré en mi matinal camino diario a la oficina,  con los ojos de mi amor de adolescente. Esos ojos, ahora los vestía con el mismo brillo encendido, una mujer, veinticinco otoños después de que mis manos, convirtieran unos folios doblados a cuatro caras, en mis primeras cartas de amor.

Mis primeros poemas dedicados, con sencillos versos, sin cadencia y con una rima y métrica pobre, pero llenos todavía de una bisoñez palpitante, y que plasmaban el primer asomo con vértigo al precipicio del amor.

Ese amor me vino a recordar, una canción que aun hoy escuchándola, le sigue arrancando un pétalo a la flor marchita de mi nostalgia. Me acordó, de una foto recortada, que siempre andaba en mi cartera, y que mis ojos miraron miles de veces, tantas como me vieron llorar lejos de aquel cuerpo que deseé y que jamás poseí. Durante años, le escribí cartas de otoño a primavera, hablándole de nuestro esperado encuentro en el verano siguiente, encuentro, que mi timidez acababa siempre destrozando, a la sombra de la tristeza de saber que otros labios ocupaban mi lugar.

Todo esto me vino a la mente, mientras en nuestro encuentro casual, hablamos de cosas intrascendentes, y entretanto nuestros cuerpos mostraban un ansia desmedida por alejarse separados de allí. Cuatro besos, en dos tandas, los del hola y los del adiós, cuatro besos y cientos de recuerdos.

Me gusta volver a verla, pero ojalá no la volviera a ver...


Buenas noches, Princesa

te besa

Tu mosquetero

jueves, diciembre 2

El limonero...

"Sicut vita, finis ita"
Princesa,

una enfermedad hizo que mi padre pasara los últimos años de su vida, postrado en una cama. Su habitación, que era lo más parecido a la de un hospital, por la cantidad de aparatos, medicinas y demás utensilios que la compartían. A mi madre, además de un amor entregado por más de medio siglo, la vida le regaló un obligado oficio de enfermera sin descanso semanal, sin festivos ni vacaciones.

Nunca hubo un reproche, un mal gesto, una mala palabra, a pesar de que el escenario fuera propicio para ello. Si hubo besos y caricias diarias, esos que saben de compañía y cariño, y porque no, de la prórroga de un amor, que compartieron desde que se miraron la primera vez, siendo todavía dos niños. En aquella mirada, supieron que coserían sus vidas para compartir en común calendarios y sueños.

Mi padre tuvo amigos, de esos que con quienes se comparten algo más que trozos de una vida. Amigos de los que se llegan a conocer tanto, que hasta en silencio son capaces de hablar. Esos amigos, venían a verle, turnándose, para hacerle compañía en las tardes largas de verano y en las cortas de invierno. Cuando se despedían, mi padre siempre cogía, de una canasta que permanecía como un mueble más de la habitación, un par de hermosos limones del limonero que reinaba en el patio de su casa.

Ese limonero, lo había traído en un injerto, una tarde de primavera, justo después de nacer mi hermana, y antes de que yo asomara al mundo. Ese limonero, creció y se hizo árbol, a la par que el niño que yo era, se columpiaba eternamente en el viejo columpio de hierro y sillita de madera. Ningún limón asomó por sus ramas.

Una tarde, un vecino que veía desde su ventana el árbol, le dijo a mi padre:

-Ese limonero no da fruto porque es un árbol vago.

Mi padre con el ceño fruncido, le preguntó extrañado por lo que acaba de decir, y su vecino le replico.

-Amigo, coge una piedra, una piedra grande, que pese varios kilos, y átasela, justo en la zona que comienzan a salir las ramas del tronco, si lo castigas, florecerá.

Mi padre era un hombre criado en un pueblo, pero no era un hombre de campo. Optó por hacerle caso a su vecino, pues nada tenía que perder. Y en un monte cercano, encontró una piedra de las características que le habían señalado, y con un cuerda la ató al limonero, justo en el sitio indicado.

Se olvidó por unos meses del árbol y la piedra, engullido en sus problemas y en sacar adelante una familia con siete bocas que alimentar.

Justo a la primavera siguiente del castigo, el limonero comenzó a regalarle limones. Esos limones eran singulares, pues su tamaño no era común, eran limones enormes, de una piel gruesa, y de un olor intensísimo. ¡Que olor! nunca en mi vida he vuelo a oler un limón así. Quince años, había demorado ese limonero en dar fruto.

Y transcurrieron volando veinticinco años, hasta el verano que mi padre comenzó a empeorar. Su primer síntoma fue la mirada, que dibujó en su ojos una despedida anunciada. Un quince de agosto, aniversario de su boda, le dijo a mi madre.

-Quiero morir, para que tu descanses. Ya hemos sufrido juntos bastante, no te preocupes por mi, Díos me acogerá y allí donde vaya siempre cuidaré de ti.

Justo la noche de antes, el limonero perdió la mitad de sus hojas, que alfombraron el suelo del patio. Y desde aquel día, pasaron dos semanas hasta la madrugada que mi padre inició su caminar por un cielo azul anaranjado, y a la par, el limonero quedó huerfáno de hojas, flores y frutos, quedando tronco y ramas pelados de vida.

Mi madre, abrazada al dolor, trato los meses siguientes, de recurrir a varios jardineros, que le administraron podas sencillas y severas, pero ninguno consiguió revivirlo... el árbol había muerto de pena...

Me contaron que en la estrella del cielo que más brilla, vieron llegar a un hombre bueno, que vestía camisa a cuadros remangada, tirantes y vaqueros, una amplia sonrisa, y que en su brazo sujetaba una maceta con un pequeño injerto de limonero ya florecido, que plantó para esperar su sombra. Desde entonces sentado allí, cada noche, escucha mis palabras, y me hace presente su fragancia, como recordándome, que allá desde su sombra, vigilante y sereno, no pierde ojo, de lo que pasa acá, debajo de las nubes...

Buenas noches, Princesa

miércoles, diciembre 1

Hacer el amor...

"Amor est vitae essentia."

Princesa,

como hombre no te negaré que me gusta hacer el amor, como una primitiva respuesta de mis instintos, cuando convierten a mi cuerpo en un instrumento entregado y pasional. Pero con los años, he aprendido que también se puede hacer el amor, y gozar tanto o más, en la esencia de las cosas sencillas, en las que muchas veces no reparamos y que son el comburente necesario para mantener viva la llama del amor.

Me gusta hacer amor, en una mirada. En una mirada cómplice de tus ojos y tus labios. Una mirada sin escenarios, ni melodías, tan solo tu ojos y los míos. Y es cuando nuestras miradas son capaces de compartir el mismo rayo de luz, que mi piel se eriza, y un suspiro colma mi alma de gozo supraterrenal.

También me gusta hacerte el amor, en un paseo. En un paseo, acompasados nuestros cuerpos, y nuestras pisadas. Dos cuerpos y una sola sombra, cuyo contorno dibuja el movimiento tranquilo, mientras el crujir del manto de las hojas caídas en un otoño primaveral, bajo nuestras suelas, nos entrega la melodía insuperable.

Pero si hay una postura, deseada para hacer el amor, esa es tu risa. En la elocuencia de una situación, en una comicidad cómplice, en un recuerdo común, o sencillamente, una sonrisa entregada, sin más pretensión que compartirla...

Eso preciso esta noche, tu simple risa, para acostarme en ella y soñarte...

Buenas noches, Princesa

Te besa,

Tu Mosquetero