miércoles, febrero 23

Paseo nocturno...

Princesa,

en mi paseo nocturno, la niebla me presentó tres maullidos de gato en celo, y un tiritar de un perro que buscaba el efímero calor junto a la rueda de un camión aparcado en la acera de mi calle. Pareja de baile de la niebla, era el frío, y entre la danza, se inmiscuía mi silueta sin sombra, ávida de pisadas.

La bruma pesada, era capaz de reflejarme con molestia, cada uno de los alumbrares amarillos sodio de las farolas de la ciudad descansada de bullicio y tráfico. Las calles hechas infinito, de un final invisible ahogado en una humedad de hondo calado. Un vaho tibio abandonaba mi boca en cada expiración, mientras mis manos a resguardo en los bolsillos de mi abrigo, huían pavoridas de asomar al bajo cero ambiental.

Siempre busco tus ojos y tus labios, en cada portal, en cada balcón, en cada esquina... y aveces los confundo, por instantes, pintados en otro cuerpo que no es el tuyo, y es entonces cuando cierro mi ojos, y soy capaz de volver a besarte, en un beso enjuagado en el deseo de tu presencia... Se hace silencio mi vida, mi espacio se vacía y mi aire se licúa... uno, dos, diez segundos, una hora... una noche...

En ese escenario repetido, hasta una muerte cómplice, podría venir a encararme, vestirme de sombras y bajarme el telón de la existencia. Allí me hallaría, entregado, desarmado de vida y sostenido en la eternidad del sueño de tu beso...

Buenas noches, Princesa

Te besa, tu Mosquetero

martes, enero 11

Hoy el amor se llama distancia...

Hora est iam de somno surgere.
Vulgata. Romanos 13, 11.

Princesa,

hoy el amor se llama distancia, y hoy la distancia, se llama soledad. La noche se sigue llamando noche, mientras el verbo se conjuga despacio y el adjetivo se condena a esculpir emociones entre el gris y el rojo.

La distancia entre los días que pasan y tu cuerpo, es hoy la causante de mi insomnio, que tras cada esquina de recuerdos, trata de encontrarse con tu sonrisa y tu sorpresa.

Sabes, esta noche, tengo una luna en mi ventana partida en dos, para recordarme a tus ojos, que brillan lejos, en esos paisajes que para mi, solo son retales de un atlas deshojado y descolorido. Mis ojos nunca viajaron lejos ni cerca, pero a ojos cerrados, mi alma te persiguió por esas viejas páginas de mapas, para recostarse en el recuerdo de tu voz. Y allí me escondo, y te acaricio suavemente la piel, como si mis dedos fueran brisa, y tu cuerpo un mar de arena fina, que espolvorea mi aire agitando un deseo intenso de no abandonar nunca ese sueño que siempre es tan real...

Y llegan los segundos rayos de sol, para esconder tras su luz la luna y tus ojos, y para empujarme otra vez, a la condena de la rutina de mis días...

Esos días que mañana, como ayer, se seguirán llamando tristeza, pero mientras, los sueños, se seguirán llamando esperanza...

Buenas noches, Princesa

Te besa,

Tu Mosquetero

martes, diciembre 7

El encuentro...

"Prima non datur ultima dispensatur."
Virgilio
Princesa,

ayer me encontré en mi matinal camino diario a la oficina,  con los ojos de mi amor de adolescente. Esos ojos, ahora los vestía con el mismo brillo encendido, una mujer, veinticinco otoños después de que mis manos, convirtieran unos folios doblados a cuatro caras, en mis primeras cartas de amor.

Mis primeros poemas dedicados, con sencillos versos, sin cadencia y con una rima y métrica pobre, pero llenos todavía de una bisoñez palpitante, y que plasmaban el primer asomo con vértigo al precipicio del amor.

Ese amor me vino a recordar, una canción que aun hoy escuchándola, le sigue arrancando un pétalo a la flor marchita de mi nostalgia. Me acordó, de una foto recortada, que siempre andaba en mi cartera, y que mis ojos miraron miles de veces, tantas como me vieron llorar lejos de aquel cuerpo que deseé y que jamás poseí. Durante años, le escribí cartas de otoño a primavera, hablándole de nuestro esperado encuentro en el verano siguiente, encuentro, que mi timidez acababa siempre destrozando, a la sombra de la tristeza de saber que otros labios ocupaban mi lugar.

Todo esto me vino a la mente, mientras en nuestro encuentro casual, hablamos de cosas intrascendentes, y entretanto nuestros cuerpos mostraban un ansia desmedida por alejarse separados de allí. Cuatro besos, en dos tandas, los del hola y los del adiós, cuatro besos y cientos de recuerdos.

Me gusta volver a verla, pero ojalá no la volviera a ver...


Buenas noches, Princesa

te besa

Tu mosquetero

jueves, diciembre 2

El limonero...

"Sicut vita, finis ita"
Princesa,

una enfermedad hizo que mi padre pasara los últimos años de su vida, postrado en una cama. Su habitación, que era lo más parecido a la de un hospital, por la cantidad de aparatos, medicinas y demás utensilios que la compartían. A mi madre, además de un amor entregado por más de medio siglo, la vida le regaló un obligado oficio de enfermera sin descanso semanal, sin festivos ni vacaciones.

Nunca hubo un reproche, un mal gesto, una mala palabra, a pesar de que el escenario fuera propicio para ello. Si hubo besos y caricias diarias, esos que saben de compañía y cariño, y porque no, de la prórroga de un amor, que compartieron desde que se miraron la primera vez, siendo todavía dos niños. En aquella mirada, supieron que coserían sus vidas para compartir en común calendarios y sueños.

Mi padre tuvo amigos, de esos que con quienes se comparten algo más que trozos de una vida. Amigos de los que se llegan a conocer tanto, que hasta en silencio son capaces de hablar. Esos amigos, venían a verle, turnándose, para hacerle compañía en las tardes largas de verano y en las cortas de invierno. Cuando se despedían, mi padre siempre cogía, de una canasta que permanecía como un mueble más de la habitación, un par de hermosos limones del limonero que reinaba en el patio de su casa.

Ese limonero, lo había traído en un injerto, una tarde de primavera, justo después de nacer mi hermana, y antes de que yo asomara al mundo. Ese limonero, creció y se hizo árbol, a la par que el niño que yo era, se columpiaba eternamente en el viejo columpio de hierro y sillita de madera. Ningún limón asomó por sus ramas.

Una tarde, un vecino que veía desde su ventana el árbol, le dijo a mi padre:

-Ese limonero no da fruto porque es un árbol vago.

Mi padre con el ceño fruncido, le preguntó extrañado por lo que acaba de decir, y su vecino le replico.

-Amigo, coge una piedra, una piedra grande, que pese varios kilos, y átasela, justo en la zona que comienzan a salir las ramas del tronco, si lo castigas, florecerá.

Mi padre era un hombre criado en un pueblo, pero no era un hombre de campo. Optó por hacerle caso a su vecino, pues nada tenía que perder. Y en un monte cercano, encontró una piedra de las características que le habían señalado, y con un cuerda la ató al limonero, justo en el sitio indicado.

Se olvidó por unos meses del árbol y la piedra, engullido en sus problemas y en sacar adelante una familia con siete bocas que alimentar.

Justo a la primavera siguiente del castigo, el limonero comenzó a regalarle limones. Esos limones eran singulares, pues su tamaño no era común, eran limones enormes, de una piel gruesa, y de un olor intensísimo. ¡Que olor! nunca en mi vida he vuelo a oler un limón así. Quince años, había demorado ese limonero en dar fruto.

Y transcurrieron volando veinticinco años, hasta el verano que mi padre comenzó a empeorar. Su primer síntoma fue la mirada, que dibujó en su ojos una despedida anunciada. Un quince de agosto, aniversario de su boda, le dijo a mi madre.

-Quiero morir, para que tu descanses. Ya hemos sufrido juntos bastante, no te preocupes por mi, Díos me acogerá y allí donde vaya siempre cuidaré de ti.

Justo la noche de antes, el limonero perdió la mitad de sus hojas, que alfombraron el suelo del patio. Y desde aquel día, pasaron dos semanas hasta la madrugada que mi padre inició su caminar por un cielo azul anaranjado, y a la par, el limonero quedó huerfáno de hojas, flores y frutos, quedando tronco y ramas pelados de vida.

Mi madre, abrazada al dolor, trato los meses siguientes, de recurrir a varios jardineros, que le administraron podas sencillas y severas, pero ninguno consiguió revivirlo... el árbol había muerto de pena...

Me contaron que en la estrella del cielo que más brilla, vieron llegar a un hombre bueno, que vestía camisa a cuadros remangada, tirantes y vaqueros, una amplia sonrisa, y que en su brazo sujetaba una maceta con un pequeño injerto de limonero ya florecido, que plantó para esperar su sombra. Desde entonces sentado allí, cada noche, escucha mis palabras, y me hace presente su fragancia, como recordándome, que allá desde su sombra, vigilante y sereno, no pierde ojo, de lo que pasa acá, debajo de las nubes...

Buenas noches, Princesa